Fuera de África



Nairobi, 17 de mayo de 1998

Estreno la lapicera y el cuaderno regalos de los Larrea Guerrero en la bañadera de la casa de huéspedes de los Sáenz de Heredia (de la línea anterior a ésta han pasado veinte minutos: los que me ha llevado salir del baño de inmersión a oscuras, encontrar los fósforos, conseguir que prendieran, poner una vela cerca y que, inevitablemente, volviera la luz al momento).

No sé si es la altura que los fósforos cuestan en prender. Y que el cansancio llega a media tarde. Hoy he salido por primera vez con el coche, un escarabajo celeste con más de treinta años a cuestas, y he tratado de no chocar con nadie en mi primer *kipilefti, como llaman los locales a las rotondas. No son siquiera las ocho y ya me he "retirado"; parece tardísimo. He empezado a leer y a escribir, así, de a poco, por la falta de otros distracciones y el propio ritmo aletargado de todo a mi alrededor, nada ajeno a los españoles que me rodean, acostumbrados a eternas sobremesas.

En esas sobremesas me he ido creando una imagen del país por comentarios de José Luis, Conchita, Cristina, Carmen y Elena, que llevan un promedio de quince años viviendo en Kenya. La situación ha ido empeorando, así como la brecha entre ricos y pobres. El cajero automático del aeropuerto me ha dado el sueldo medio mensual de cualquier lugareño. Las grandes diferencias empujan a los más pobres a la delincuencia: los botines son de una desproporción tentadora. Me han aconsejado que no haga el más mínimo intento de recuperar el coche si quieren robármelo; sin mirar al asaltante a la cara ni ocultar las manos de su vista, he de limitarme a tenderle las llaves y a rezar, porque se mata por menos.

Siendo ésta una cultura a la que nunca perteneceré (lo pienso dos veces cada vez, pero trato de no dejar ni un mosquito vivo y su tamaño descomunal juega en su contra), me propongo recoger algunas observaciones curiosas o interesantes para mí en particular, aunque ya hayan empezado a anotarlas mucho antes que Karen Blixen...


Esta tarde merendábamos en el porche (la "verandah", institución de todo caserón que se precie) y me tocó un bocado amargo en el cake: el cocinero sigue rallando el limón hasta pasado el límite. La mucama pone los almohadones en el sofá sin seguir las rayas del diseño, y los electricistas instalan tomas de corriente sin atenerse a la horizontalidad. "Nuestras" cosas les siguen siendo ajenas y ponen de manifiesto cuán superflua es nuestra esclavitud a la estética si nos atenemos a la practicidad de las cosas: desteñir una prenda al lavarla es una preocupación vana si la comparamos con un roto o un descosido.

No se si será muy decadente de mi parte pero hasta ahora lo que más disfruto de lo que será mi rutina es merendar en el jardín con Chaka y Stormy, los perros de los Sáenz de Heredia. Ya fui y volví del trabajo: es curioso cómo el sólo ir y volver de la casa a la oficina por la izquiera en el tráfico kenyano sin chocar con nadie puede convertirse en un motivo de alegría.

Noticias locales: la Corte Suprema está estudiando el caso de un posible fraude electoral por brujería. Un político fue asesinado y arrojado de un helicóptero al lago Victoria: lo encontraron porque cayó afuera.

La tierra es casi terracota y, después de la lluvia, llegar sin manchas de los perros al coche también es un triunfo...

¡Parece que será el primer cumpleaños que festejo sin que nadie me salude!

Corrección: llamó John a las siete de la tarde y ya había dejado mensaje esta mañana (encontré el papelito junto al teléfono al atender).

Este cambio de aires tal vez logre desacelerarme: la navegación por el ciberespacio y la televisión han dado paso a otro tipo de pasatiempo. Como queriendo simular el paso de un canal a otro y evidenciando mi sempiterna dispersión, paso de las guías de Kenya que me prestó Irene a Lin Yutang (El arte de vivir), de él a Han Suyin (Angustia de un querer) y de ella a Krishnamurti (El libro de la vida). ¿Sería éste, tal vez, el momento de escribir una gran novela? Nah...

Esta mañana en el inexorable café oficinesco probé un mandazi (una especie de "churrodonut" cuadrado . ¡Mmm!

Acto reflejo: me digo que el camino a través de los cafetales y las cabañas hasta mi casa perdida en el campo no puede ser peligroso porque lo transitan mujeres y niños. Pero claro, son SUS mujeres y niños...


A la hora del té Carmen y yo comentábamos cómo la comunidad diplomática había encarecido la vida del blanco kenyano, catalogábamos pájaros y árboles y evocábamos Ibiza y Nueva York. En resumen, durante unos cuarenta minutos fuimos el mutuo programa de televisión.

Susan o Melissa (no sé cuál es cuál ni solemos coincidir en la casa) me cambian todos los días las flores de la mesa de luz. O tal vez es Bernard el cocinero, que pasa en mi ausencia y me lava los platos. Carmen me insiste en que le pida que me cocine pero me falta costumbre.

Leo en el Daily Nation: un tribunal condenó a la horca a un asaltante que golpeó con un fierro a un transeúnte y le robó 500 chelines (menos de diez dólares). Preocupado por mi propia seguridad, pienso que con la perspectiva de semejante castigo nadie me asaltará. Después me paro a pensar lo desesperado que hay que estar para correr tamaño riesgo. Por un puñado de dólares pueden perder la vida, con igual facilidad, asaltante y asaltado.

Por primera vez desde que vivo en Nueva York, donde busco las llaves mientras subo a trancos la escalera a mi departamento, noto que vuelvo a hacer una cosa por vez.

Hoy almorzamos en el Muthaiga Club, donde los camareros ponen la tetera al lado de las mujeres de la mesa para que sirvan a los hombres. José Luis y María se dedicaron a recoger firmas del exclusivísimo country club para que ella pudiera alojarse allí. La primera mujer admitida en el salón de fumadores fue Karen Blixen. Por el atavismo de que había que traer mujeres a las colonias, alojarse en el club es más fácil para María que para mí.

He reemplazado la máquina de remar por el saludable ejercicio aeróbico de liquidar insecto por insecto antes de bañarme, a golpe de toalla contra el cielorraso. Espero que eso de la reencarnación no sea cierto porque kármicamente hablando me merezco unas cuantas muertes...

Todavía no me he cruzado muchas veces con Bernard y Melissa, el personal de la casa que se quedará conmigo cuando Carmen y Elena se vayan a encontrar con Manolo en Ibiza. En algunas cosas se invirtieron los papeles: Melissa me deja una lista de cosas que tengo que comprar (incluidos artículos imprescindibles como la fruta para el centro de mesa) y nunca le consigo exactamente lo que quiere...

Llevo varios días sin teléfono. Carmen me cuenta que se roban hasta cañerías. El cable del teléfono, en particular, no se roba para tener línea, sino como materia prima para los collares de cuentas de fabricación artesanal.


Ayer, de improviso, Carmen me invitó a tomar un "chupitín" que se prolongó hasta unas patatas fritas, macadamias y sopa juliana. Hablamos largo y tendido de viajes, excursiones, amistades, su club de cocina con miembros de doce nacionalidades, la rivalidad tribal (la servidumbre ha de ser de tribus diferentes para que se delaten unos a otros en lugar de conspirar contra el dueño de casa), el resentimiento de los kikuyus contra la tribu minoritaria que el presidente Moi puso en el poder... Cogimos un puntito, que dirían los españoles, y le comenté mi inquietud respecto del funcionamiento del coche y de quedarme a cargo de la casa en su ausencia.
*
El sábado a la mañana me preparo el bolso para la excursión de la tarde y colijo que debo de haber perdido los anteojos negros en Amsterdam porque no están por ninguna parte. Potreo al sol con Chaka y Stormy en el jardín. Como la visita del parque nacional de las afueras de Nairobi será a las cuatro, salgo con el coche a meterme en un embotellamiento en el centro de la ciudad, porque sólo se vive una vez. A dos cuadras del centro hay calles de tierra con pozos dignos de tracción en las cuatro ruedas. Son embotellamientos serenos, como de ganado: no hay sentidos ni carriles establecidos pero nadie toca bocina. Supongo que todos estamos rezando para que no se nos termine de aflojar una tuerca en la próxima hondonada. Después, a la vuelta de la esquina de los edificios con aspecto de propiedad condenada, algunos de arquitecturas árabes o indias de principios de siglo al borde del derrumbe, amplias avenidas ajardinadas con rascacielos de hoteles y oficinas.

Cargo nafta y pregunto instrucciones; con la compra me regalan jabón en polvo y me dan la bienvenida (¡Caribu!), aconsejándome que no ponga nada visible en el asiento del acompañante.

Vuelvo a casa a almorzar pero no encuentro el pasacassette que me prestó Conchita, ni la caja de la cinta de Barbara que tenía puesta. Me vuelve a la memoria que ayer al volver del chupitín me crucé con el askari que salía de la casa de huéspedes. Era el que está sólo los viernes y se duerme en el puesto, por lo que hay que acordarse de cerrar los coches para no ponérselo tan cómodo.

Salgo para el Muthaiga Club donde me encontraré con María y José María Latorre. Filmo la carretera de los cafetales, tan distinta a la luz del mediodía, sin los cielos dramáticos del alba y del ocaso en que suelo recorrerla.


En el video quedan registrados búfalos, avestruces, ñus, chitas y perdices. El cielo prepara la tormenta vespertina, el todo terreno de José María se agita como un juego de parque de atracciones y la sabana me recuerda lo que era un horizonte horizontal. A lo lejos las colinas de Ngong en varios tonos de azul y los edificios de Nairobi. Aviones y avionetas y otros *Land Rovers que también avistamos con los tres pares de binoculares, como una especie más, a salvo de la extinción.

Cena en casa de los Latorre, una familia entrañable, y un cigarrillo afuera oyendo llover. Las lagartijas estampadas en las paredes color salmón y sepia y los muebles indios quedan muy bien. El noble escarabajo me trae por las rutas llovidas y oscuras sin protestar. Inundación urbana, árboles caídos.

Domingo: en previsión del viaje (puente del primero de junio), empiezo a tomar las pastillas contra la malaria. Faltan también las cintas de Serrat, Mina y alguna de Michael Feinstein. Faltan tijeras de sastre y retazos de tela en casa de Carmen, que ya ha hecho la denuncia. El viernes anterior, el día en que llegué, también le faltó una casete del coche a Cristina. Por lo visto el guardia de los viernes no se dedicaba precisamente a dormir. Lo más notable del caso es que tanto Carmen como yo vimos al sospechoso rondando por donde no debía; por lo visto la visión de futuro es tan corta que se toma lo que hace falta para seguir tirando y si uno pierde el empleo o la libertad, mala suerte.

Paella donde José Luis y Conchita, ha llegado su sobrina Patricia. Al volver, al coche, que da unos tumbos camino del Muthaiga Club cuando llevo a María de vuelta, no le funcionan ya las luces del tablero. Todos los días le falla algo: los limpiaparabrisas que arrancan de motu proprio, el velocímetro que no responde...

Cae la noche y de vuelta en casa sigo sin agua caliente (esta mañana me di una ducha fría), por lo visto se quemó un fusible y hay que esperar al lunes. El agua caliente. El robo. El coche. La línea del teléfono, que el vecino cortó cuando podó los árboles y quién sabe cuándo arreglarán. Es la hora del día en que me digo que si fuera a quedarme en este país, en esta casa, con su jardín, sus perros, sus cafetales al amanecer, no los cambio ni loco por un hotel del centro con transporte directo al trabajo. Pero por dos meses, ¿vale la pena tanto contratiempo? Esta mañana ya había hecho la valija y averiguado teléfonos de hoteles. Después pienso no, me quedo. No he venido a África a encerrarme en un cuarto de hotel.

Tampoco a depender de tamañas inseguridades, dice otra voz. Es que tenés una vida muy cómoda y cualquier cosa te molesta, dice una tercera. ¿Qué quiero demostrar, a quién? Soy un cobarde si me voy (África "me pudo") y si me quedo (la que "me pudo" es Carmen, creo que en ella se basaron los que inventaron la expresión "le pasea el alma por el cuerpo").

Quelle histoire! Hoy lunes a la noche volvió el agua caliente: resulta que el askari había cortado el paso de la electricidad al calentador pensando que cortaba la luz (¿para robarte mejor?). El cable de teléfono que intentamos descolgar desde lo de Carmen no funciona; hay que ir a llamar a la casa grande.

A mediodía salgo a investigar los departamentos y las habitaciones del apartotel Milimani, feos y viejos. Sería como estar en la cárcel y tomar el ómnibus de la penitenciaría para los trabajos forzados en el PNUMA. Ojalá pudiera quedarme en lo de Carmen. Estoy en pleno dilema entre seguridad de prisión urbana y aventura rural...

Agencia de viajes: Hong Kong está a quince horas. Fin de semana largo: parece que nos vamos a los lagos en dulce montón. Al final no, y María y yo salimos a buscar ofertas por nuestra cuenta (nos toman por matrimonio). Almuerzo con un pasante por si él y sus amigos quieren tomar la casa de huéspedes donde estoy y yo pasarme a la grande cuando se vayan Carmen y Elena. Por un momento la diferencia entre sus veintitantos y mis treintaipocos me parece abismal (prefieren quedarse en el centro, en albergues de jóvenes, y han hecho ya bastante turismo).

Salgo pues a ver más hoteles. El Fairview, muy ajardinado, me muestran incluso habitaciones dobles pensando que voy a traer una comitiva de diplomáticos (tell your friends!) pero a la hora de los descuentos por larga estadía son inflexibles. El Panafric es feúcho, pero para tentarme me muestran hasta las salas de reuniones.

Entre hotel y hotel, chaparrón (el limpiaparabrisas se suelta y pierde toda coordinación; el motor se para cada vez que piso el freno), un matatu se sube a una de las pocas veredas de la ciudad para pasarme y me cruzo al taxista que me quiso estafar el otro día. Descubro un placer inesperado: el escarabajo se vuelve finalmente uno más de la manada y se despide de los carriles y de las cortesías mínimas. El Hotel Boulevard está más o menos, pero tiene pileta y canchas de tenis. Llego a un arreglo provisional con Carmen: me quedo solo en la casa grande con su coche, flamante, hasta completar el mes y después vemos.


Acabo de terminar de leer el libro sobre Nairobi escrito por Carmen de Tord, muy ameno y completo. Llueve torrencialmente casi todas las tardes; salgo a merendar con los perros y vuelvo teñido de terracota.

Buscando postales para mandar me llama la atención la cantidad de imágenes de animales en pleno apareamiento, Las estampillas, en cambio, son imágenes de todos los tipos de pájaros que veo a diario en el jardín.

Hoy es sábado 30 a la noche. Acabo de meterme en la cama con mosquitero de mi carpa en el Mara Safari Club: me sorprende una bolsa de agua caliente. El encanto de placeres antiguos o el recuerdo de otras épocas; la bolsa me lleva a la infancia, como las espirales para los mosquitos o manejar un auto con ventilete... Llegamos esta mañana y en una especie de monográfico recíproco, María y yo hemos hablado de temas que nunca habíamos tocado en seis años...

Del paisaje Áfricano no esperaba la sabana, sino los otros dos extremos más televisados: la aridez sahariana (cebras y jirafas amontonadas en un oasis) o la fronda por donde se paseaba Tarzán...

El agua caliente de la ducha, que forma un charco marrón a nuestros pies, nos hace pensar en enfermedades espantosas como la bilharzia: compartimos el agua corriente con los hipopótamos del río vecino que, aunque no se han dejado ver, sí se han hecho oír durante toda la noche...

Después de nuestra tercera excursión, nos sorprende que los choferes de los jeeps no sólo se orienten a la perfección por las rutas invisibles de la sabana, sino que además regresen de los rumbos improvisados, a velocidades que ni ellos podrían prever por el estado del terreno, exactamente a la hora establecida.

De vuelta a la civilización (y más consciente que nunca de la relatividad de esa idea) paso de la simpleza elemental del animal a la complicación de la tecnología que me comunica con la civilización mía, en manos de una burocracia ineficiente. Ahora es la computadora la que no funciona. Imagino que comparada con otros adelantos, debe inspirar una magia a toda prueba, si incluso en Nueva York muchas veces las soluciones de los técnicos parecen brujería.


Meriendo con Carmen que me recomienda algunas cosas de la casa antes de su inminente partida y mi traslado. Hablamos del fin de semana en el Maasai Mara, de los maasais sacados de su entorno a lo Tarzán por inglesas calentonas, de los que se aprovechan de las flaquezas de vírgenes nórdicas y las explotan para abultar sus insólitas cuentas bancarias, de los que, confundiendo vestimenta occidental y dieta europea con desarrollo sobrealimentan y recargan de abrigo a la prole incluso en verano, de los que, forzados a la urbanización por falta de tierras de pastoreo cambian sus tradicionales y aclimatadas manyattas por míseras e hirvientes casas de latón, de los que, uniformados para custodiar casas de extranjeros van añadiendo día a día sus propios accesorios maasais a los uniformes, de los que dejan atrás su vida nómada pero no logran integrarse en la sociedad y acaban borrachos, de los indecisos -como uno de los maasais que bailaban las danzas típicas de su pueblo en el hotel y más tarde vimos de guardia con uniforme a la entrada del estacionamiento...

Carmen, 4 de junio de 1998

Con el lugar y la fecha marco mi mudanza a la casa principal. Escribo a la luz de una de las lámparas de querosene que Bernard, el cocinero, ha repartido por la casa al caer la tarde: con lo que había esperado para por fin oír música desde que me habían robado el pasacasete prestado, no hay luz. Es realmente el siglo pasado en la plantación: ya no me hago más el té (me lo hacen) y cuando sugiero que tomaré papel y lápiz para anotar los ingredientes de lo que Bernard cocina para preparar la lista de la compra, me dice que lo hará él. ¡No me queda nada que hacer!

Me tendré que acostumbrar (y luego desacostumbrar) a no hacerlo todo yo: el jardinero (John) me veía trasladar todas mis posesiones por el jardín de una casa a otra y se ofreció a ayudarme, pero era tan poco que terminé antes solo... Como no sé bien dar con la forma de presentarme otra vez y ellos no se atreven a preguntarme el nombre, mañana dejaré alguna nota firmada bien clarito.

Carmen se fue esta mañana (se llevó la luz), le dejó dicho a Melissa que me explicara dónde estaban los interruptores de la luz en cada cuarto (?). Como de momento las llaves de luz no sirven más que de adorno, Melissa me explica cómo apagar las lámparas de querosene sin que la mecha se meta para adentro. Acá en África, me dice, no todos tenemos electricidad, así que usamos éstas. Acá en África.

Los Sáenz de Heredia alquilaron la casa a una familia sueca que se iba apresurada tras el suicidio de la madre. Parece que en algunas épocas le daba por mudarse a la casa de huéspedes. Me llamó la atención que la puerta del baño tuviera el cerrojo echado sin cerrar y que no hubiera ni rastro de la llave; parece la forma deliberada de evitar que alguien se encierre en el baño.


El otro día en el Maasai Mara los carteles que indicaban la profundidad de uno y otro extremo del riñón de la pileta parecían fácilmente intercambiables. El crimen perfecto: sentarse a esperar, lejos... Como cambiarle a alguien las pastillas contra la malaria por aspirinas y el repelente de mosquitos por colonia... ¿Escribirá María algún día su novela detectivesca?

Tendí un prolongador desde el salón, prendí una espiral y tomé el té con Barbara, mientras Bernard y John juegan al fútbol en el césped le escribí una postal a Jane.

Ahora pasa el askari prendiendo las luces para la noche. Creo que es hora de guardarme (no sé si expliqué que una reja impide el acceso a todo el piso de arriba y que hay otra que separa los dormitorios de abajo del resto de la casa, así que me guardo literalmente: para ir al baño tengo que abrir el candado).

Lago Naivasha, junio

Acaba de empezar el mundial de fútbol, creo. Estoy sentado en el baño esperando que llegue el agua caliente, si la hay, para despertarme: hemos "acampado" frente al lago en comitiva aunque por la distribución de camas he tenido una cabaña para mí solo. El agua viene del lago y se calienta a carbón. ¿Morir por una ducha matinal? ¿Gripe o bilharzia?

Malentendidos culturales: la mucama de Isa Latorre una vez acusó al askari de pasarse con ella y lo despidieron. Otro día Isa volvió a la casa y encontró el porche sembrado de cebollas. Cuando intentaba explicarle a la mucama que la brujería no iba a protegerla de ninguna represalia pero que había hecho bien en denunciar al askari, ella la interrumpe y le explica que las cebollas se habían mojado con la lluvia y se estaban secando al sol. A la inversa: en la mudanza se les rompió un frasco con una máscara de crema y decidieron ponérsela. Siguieron vaciando cajas enmascarados para sorpresa del personal de la casa...

Como el coche iba a quedarse quieto dos días en el paseo de fin de semana, tenía que acordarme de llevar un bidón de nafta. Para acordarme antes de irme, puse en el suelo del vestíbulo el envoltorio de paquete de galletitas. Melissa corrió las cortinas y abrió la puerta caminándole alrededor, pensando quizás que era una ofrenda a algún espíritu protector...


Carmen le dijo que me explicara que los interruptores y ella me mostró los de la luz (quizás pensando que en la Argentina tampoco hay). Cuando me reuní con la nota de Carmen resultó que se refería a las alarmas para llamar al askari que hay en cada cuarto...

El último malentendido: Chaka entró a mi cuarto, que es el de Elena, su dueña, y supongo que de la nostalgia se le ocurrió hacer pis en la alfombra. Espero que Melissa no haya pensado que me dio pereza de abrir el candado a la madrugada...

Ayer me tocaba lavar los platos y me fui a la cabaña que tenía fregadero en el porche. Cuando prendo la luz, los dos pegamos un salto: yo y el askari del campamento, que dormitaba en una silla con un bastón y un machete. Con semejantes armas me costaba darle la espalda mientras lavaba...

Ningún día empieza y termina con el mismo clima. Hoy, segundo amanecer radiante en tres semanas de invierno, el día terminó con una tormenta eléctrica sobre los cafetales.

Ya me he recibido (que no mi coche) de todo terreno: los lugareños van con las luces altas permanentemente encendidas (si funcionan las dos) y por el medio de la ruta, a menos que venga alguien en sentido contrario. No hay carriles pintados ni tampoco veredas, así que hay que esquivar también a los peatones, que se juegan la vida en las larguísimas caminatas que les ahorran el pasaje en los poquísimos autobuses de línea (los matatus son tan peligrosos como ir a pie). El estado de los caminos acaba por destruirlo todo: incluso los pocos Mercedes se van destartalando y a los pocos años ya emiten unas sonoridades dignas de cualquier catramina. En una cuneta puede encontrarse abandonado desde un camión hasta una niveladora.

La casa está en la cima de una cuesta, a la derecha de una curva hacia la izquierda (cada vez que indico que voy a doblar a la derecha me toman por loco y la propia dirección del camino me apaga el guiño). La entrada es casi clandestina, un cartelito diminuto (Carmen) metido en el follaje para que no la vean los ladrones (ni yo cuando vuelvo de noche). En resumen, no tengo más remedio que desbarrancarme casi a ciegas como si se me hubiera roto la dirección, los frenos o ambas cosas. Tengo que recordar cuando despotrico contra el estado de los coches que el mío es uno de los peligros de la carretera...

Se oyen ruidos: acaba de prepararme mi primera cena solo en la casa grande Bernard, que me pregunta si sé decir algo en kiswahili, su segunda lengua y lengua franca entre tribus. Hacer pasar el tiempo es más difícil ahora que no tengo que prepararme nada, así que me instalo en la poltrona del salón y cada día agarro un libro distinto, y paso de los de leer a los de mirar cuando me voy cansando...


El hábito monacal de encerrarse tras una reja con candado antes de acostarme, el mero sonido que produce en el silencio de la noche, sigue desasosegándome. O será que es la noche de la tarde en que el escarabajo se quedó sin frenos y embistió a un rastrojero cargado de cabras en Muthaiga Road... El impacto fue violento porque al frenar a fondo, el pedal del freno pisa el pedal del acelerador (no lo había notado porque no hacía falta frenar a fondo mientras había líquido suficiente). Cualquier testigo juraría que lo que hice fue acelerar y embestir al de adelante. Por eso el conductor del rastrojero insistía en el mínimo daño causado a su paragolpes, sin advertir (yo tampoco) la sangre que me bajaba por la frente por haber roto mi propio parabrisas).

Este mismo mediodía fuimos María y yo al Mobil Plaza a buscar información turística y le noté algo raro al auto. Pensar que me podía haber pasado con ella, que ya tuvo un accidente de auto y grave, si hubiera habido más tráfico y hubiera tenido que frenar más seguido, en lugar de ir despacio. También podía habernos pasado en la ruta; María me había preguntado si no podríamos lanzarnos a los Aberdares en el Volkswagen. Y por qué no en la propia Kiambu Road que recorría todos los días, con sus curvas, cuestas y barrancos. Por fortuna di el volantazo hacia el medio del camino y no hacia un lado, porque bien podría haber matado a uno de los innumerables peatones que no tardaron en congregarse a ver cómo se resolvía el desaguisado. Me dan escalofríos. Y tras mucho pensarlo y culparme entiendo por qué no intenté usar el freno de mano: creí que si pisaba a fondo el auto se detendría...

Hoy hablábamos de la situación de África, de cómo supuestamente Kenya está mejor que otros países vecinos pero paga un precio por su mayor occidentalización: no tiene un desarrollo sostenible, de modo que hay servicios pero no se mantienen, hay ropa occidental pero se usa hasta que se tira, hay una atracción por lo urbano de lo que no siempre se sabe, se quiere o se puede volver atrás. Si nunca has usado zapatos no verán hasta qué punto se te han gastado; si no hay rascacielos nunca tendrás que subir quince pisos por la escalera porque se cortó la luz.

También hablábamos de que, en el fondo, somos asalariados incluso los que se ocupan de cuestiones más humanitarias: las organizaciones no gubernamentales se han convertido en negocios y, como ahora se está tratando de cumplir el objetivo de que el 0,7% del PBI se destine al desarrollo, dan de comer a muchos, lo cual fomenta la duplicación y la falta de coordinación. En Nairobi hay cuatro organizaciones de Médicos sin Fronteras, de países diferentes, cada una con una plantilla entera e infraestructuras independientes.


Relativismos: en muchas tribus de Kenya el hermano del muerto hereda a la viuda. En el fondo, el aparente territorialismo machista oculta un mecanismo de protección social, porque las mujeres no heredan nada del marido. A menudo también son las propias mujeres las que quieren someterse a la circuncisión porque si no son como las demás tienen más dificultades para casarse e integrarse al sistema.

A veces me cruzo con algunos blancos con una expresión desorientada. Me pregunto qué lleva a la gente a cambiar de civilización, me pregunto si los europeos que se han dedicado a poner restaurantes juegan con la nostalgia de los expatriados y les cobran sumas exorbitantes por un plato de fideos que, a la distancia, les recuerda el occidente que han dejado atrás. Me pregunto si me sentiré igualmente desorientado en Asia, si pensaré, generalización torpe, por qué no nos quedamos cada uno en su continente; conocernos sí, visitarnos también, pero, ¿quedarnos para siempre? Creo que hace falta querer morir de la vida anterior. En ese sentido, cambiar de continente es tal vez la tabla rasa, volver el tiempo atrás, empezar de cero. Como no se puede alterar el paso del tiempo se salta en la geografía: no puedo hacer que pare de llover pero, como en un túnel del tiempo, puedo subirme al auto y salir de la nube, llegar a un lugar donde la tormenta ya pasó, todavía no ha llegado o nunca llegará. No puedo hacer que el tiempo pase más rápido y sé que no es sabio querer acelerarlo en lugar de disfrutar cada momento; quizás por eso este mediodía de sábado me obligué a parar a almorzar bajo el emparrado de un restaurante vecino. La semana que entra comenzará la segunda parte de mi estancia y, para distraerme, romper la rutina, dividirla en dos o empezar de nuevo, me voy al hotel.

Cae la noche una vez más, mecánica y puntual, acompasada por el ruido de las ventanas que se van cerrando, las luces del jardín que se encienden y la sucesión de pájaros en cantos ya vespertinos.

Ayer hablé con mi cuñada, todo bien en Buenos Aires. John llamó esta tarde. Bernard se acaba de despedir hasta el lunes. Para hacer largo el fin de semana voy a la oficina el sábado y el domingo a leer la correspondencia y después paro en dos restaurantes, con lo que vuelvo a casa a las tres de la tarde. Dos días de sol espléndido, por suerte, mi último fin de semana en Kiambu. Ayer sábado a la noche encendí la chimenea, llevé el televisor al salón, me serví una copa y miré Shadows, de Cassavettes. Hoy domingo el televisor no anda más. A ver si va a ser cierto esto de que soy gafe...


Está cayendo la tarde y he dado el enésimo paseo por el jardín, mirando el color y la consistencia de las nubes gris y ocre de la tarde y catalogando mentalmente todas las variedades de árbol y de arbusto, de las que puedo describir poquísimas y reconocer aún menos. En la zona de separación entre el jardín y la ruta, donde están los gigantescos tanques de agua trepados a una pared cubierta de musgo, un palo borracho de fronda abovedada yergue su triple tronco. También hay algo parecido a una araucaria y pinos de diversas alturas y especies. Excelente idea: rematar la tarde hojeando un libro sobre árboles en la banqueta del salón.

(Es curioso pero, libro que abro, sea o no sobre África, contiene una mención alusiva: en The Charioteer, libro de Mary Renault abandonado por la antigua ocupante de nuestra oficina en el PNUMA, hablan de las montañas de la luna, y en un relato de Truman Capote, La côte basque, nombran a Isak Dinesen.)

Acabo de identificar el árbol de flor (o fruto, la distancia me impide distinguirlo) rojizo que bordea el cafetal camino al trabajo; es un rododendro arbóreo (o se le parece mucho).

Como dos buenos amigos se han merendado Chaka y Stormy los restos del cake de Bernard, que con el corte de luz le había salido crudo como mazapán. Los veo comer y me acuerdo de Lin Yutang y de aquel poeta chino traducido por él al inglés que decidió describir la felicidad mediante 36 ejemplos, que acababan con el estribillo “Is this not happiness?”

***
El problema, supongo, es la capacidad humana de pensar, que nos ha permitido quizás progresar lo suficiente para no sucumbir a algunas enfermedades y así vivir más, pero también nos ha dado la posibilidad de pensar en el pasado y en el futuro y, en circunstancias como las mías, recordar episodios desagradables o temer trances amargos; en este momento lo que más me molesta es esta sensación de espera, de que estoy cumpliendo una condena, de que lleno el tiempo y voy tachando días, que es más o menos una metáfora de la condición humana de la que, con más distracciones de por medio, logramos olvidarnos en otras latitudes...
***

Han pasado ya varios días. María y yo hemos venido a pasar un fin de semana largo en Zanzibar. Después de hablar con Claudia desde la oficina recogí todo y a la mañana siguiente me fui definitivamente de Kiambu. Escribo en la terraza de mi habitación, con vista al Océano Indico donde ayer documentamos mi chapuzón inaugural (frustrado, porque resulta que la profundidad aumenta tan gradualmente que la rompiente está a unas cinco cuadras, lo cual causa la rarísima sensación de estar en la playa y no oír el mar).


En este periplo también cambiamos de nombre: el autobús que nos esperaba buscaba a Noktega y Petazzo y en la aduana de Tanzanía anotaron con mucho cuidado que habían ingresado al país María Raquel y José María, argentinos. El avión pegó unos cuantos saltos desde Mombasa, como cuando uno se sube a un taxi en Nueva York, donde no los cuidan porque no son propios. Por el camino al Breezes Beach Club, cincuenta minutos, el conductor debe parar en los puestos policiales de cada localidad; nos imaginamos que para hablar del tiempo con el comisario. En la segunda parada dice “tengo que bajar a firmar”. El comisario de turno se nos acerca, amable, nos da charla y dice “el conductor tenía que orinar, así que tardará un par de minutos”. ¡Tanto!, bromeo.

El camino es puro palmar, con casas de barro y piedra, posibles restos de casas de material sin terminar que se fusionaron con chozas. No se ve miseria; en comparación, sólo se nota que las mujeres van más vestidas por la costumbre musulmana. En una esquina, un espantapájaros vestido de mujer. Tampoco se ven concentraciones urbanas que den la idea de pueblo: toda la ruta jalonada de casitas más o menos equidistantes.

El club es nuevo pero no lo parece (me refiero a la vegetación, que es lo que más canta cuando se inventa uno de estos lugares). Los edificios están muy separados y los comedores y salones, como en algunas casas que vimos por el camino, son en realidad enormes quinchos sin paredes, con cortinados de tul cuya única función es hacer viable la constante brisa que da nombre al paraje.

El calor no agobia, no hay mosquitos y la temperatura de la pileta y del mar son ideales. La arena tiene el color y el aspecto de harina y bajo el agua transparente y poco profunda se ven corales, algas, serpientes y estrellas de mar. Acostumbrado a otros mares, me inquieta un poco esta mañana dar vuelta la canoa después de mucho remar mar adentro y ver la costa tan lejos, a pesar de que el agua no me llega ni a la rodilla. El horizonte desde el mar es un palmar denso e ininterrumpido.

En otra caminata vemos un complejo de Club de Vacaciones, enorme y abandonado o fuera de temporada, con un guardia que se pasea cerca de la enorme pileta medio llena de agua de lluvia. Parece un pueblo fantasma; la bandera flameante hecha jirones da la impresión de que la desolación se debe a un suicidio colectivo o a una invasión pirata.

A la madrugada me escapo insomne a ver la luna sobre el Indico. María duerme mejor y da su propio paseo al amanecer.


La gente del hotel parece más amable que en los de Kenya; a primera vista incluso demasiado, al punto de cansar con el constante excuse me y you´re welcome (bienvenido). Pero en general parece amistosa y no da la impresión de que busca algo, sino de que sigue instrucciones de lo que supuestamente esperamos de ellos.

Básicamente, no hacemos nada. Todo me parece lejano; me desconecto de la sensación de espera o de “excentricidad” (estar lejos de mi centro) que tengo sabiendo todo lo que me falta para volver a casa y todo lo que queda por recorrer. Tengo la mente en blanco.

En una caminata más larga en que me paso de sol, un amigo alemán y yo llegamos a una parte de la playa donde la arena ha dejado a la vista una pared (y un techo) de lo que la isla está hecha: coral, al parecer, sobre el cual se ven las raíces de las palmeras. Esa saliente rocosa hace sombra sobre la arena.

Hoy hicimos una excursión a la ciudad de piedra y a los cultivos de especias. Curiosamente, Zanzíbar contó con adelantos como el ascensor, la energía eléctrica y el televisor en colores mucho antes que algunos países de Europa, por su singular condición de sultanía (fue la primera capital de Dubai) y más tarde de protectorado alemán.

La actitud con el turista: a juzgar por el orgullo con que nos muestran todas las frutas, todos los árboles, nos habrán tomado por europeos, para los cuales muchas variedades que conocemos en el hemisferio sur no son nada exóticas... Eso sí: nunca había comido bananas de piel roja (aunque por adentro son iguales).

A esta altura de mi relato ya se habrá notado que cuento por escrito lo que no queda filmado: hoy a la mañana por primera vez hice snorkeling y vi los arrecifes del Indico. Después, la tormenta tropical que yo había pedido. Más tarde, una hamburguesa y de vuelta a Nairobi en un vuelo con chofer más que piloto...

Ahora estoy instalado, muy a gusto, en el Fairview Hotel, viendo el partido Argentina Jamaica.

Esta madrugada en Limuru Road, me cuenta Mathenge, mi chofer (el hotel esta en el centro y ya no tengo auto), un coche atropelló a un hipopótamo despistado que venía río arriba y subió el barranco hasta el nivel de la calle. Al pasar, más de doce horas después, todavía se arremolinaba gente en torno a los restos y arrancaban a machetazos trozos de carne y entrañas para el asadito...

Contrastes: la gente de las occidentalísimas oficinas va a trabajar de traje pero a la salida hacen escala en unos galpones multiuso que hacen las veces de almacén, ferretería y café... Por la mañana es un invierno de encender la chimenea en el vestíbulo del hotel, y por la tarde es pleno verano.

Se ve más que nunca en todos estos choques la relatividad del desarrollo, lo injertado que está y lo superficial que es (y por desarrollo o civilización entiendo una superflua pero inevitable occidentalización).

Ahora escribo instalado en la recepción, mirando pasar la gente para combatir la sensación de invisibilidad que me da a veces. Este hotel está lleno de hombres solos de mediana edad ocupándose de negocios. Realmente sería mejor salir a uno de los jardines que hacen famoso a este hotel, pero para eso tendría que consumir algo en la terraza del café y entonces tendría que cenar tarde en el restaurante ya vacío...

Por la zona en que está situado el hotel tiene poco sentido salir a caminar por afuera: es un barrio de oficinas públicas y no hay nada que hacer cuando vuelvo de la oficina. Hoy no dan nada en la tele; empezaré libro nuevo. Por lo menos, para variar en la oficina había trabajo (los últimos días había llegado a no haber nada que hacer más que contestar el correo).

Como en la cultura musulmana no se ha difundido el papel higiénico (no está bien visto usarlo, me han dicho y no sé si será cierto, porque podría tratarse de páginas recicladas del Corán), dentro de los cubículos de los baños hay un lavatorio junto a cada inodoro...

Hasta que los deudos se ponen de acuerdo acerca del linaje que primará sobre el lugar en que se dará sepultura a un muerto, puede pasar hasta un año. Hay anécdotas de intentos de enterrar a familiares en el suelo de los antepasados aunque ya no pertenezca a la familia o se haya construido en el terreno... Los avisos fúnebres llaman la atención porque incluyen fotos de los muertos; la sorpresa siguiente es que la mayoría son jóvenes (y mueren de sida, aunque de eso no se hable).

Acabo de mudarme por tercera vez. Este hotel está integrado por varios edificios diferentes, cada uno con vista a un jardín distinto, y separados por setos de modo que los he ido descubriendo de a uno. Este parece el pabellón de una clínica para tuberculosos de principios de siglo, y tengo acceso exclusivo al jardín circundante (nadie parece haberlo visto) para mis paseos autorrecetados... He visto más televisión de lo aconsejable.

Esta tarde María y yo fuimos a almorzar a Karen (la casa de Karen Blixen ha dado su nombre al barrio entero, muy verde y residencial), a un restaurante al aire libre bajo una acacia inmensa. Después visitamos la casa, convertida en museo. A lo lejos se veían sus queridas colinas de Ngong.


La habitación me recuerda al cuento de Cortázar de los ruidos en el cuarto contiguo que al final está vacío y a la casa tomada, por las puertas tapiadas y los armarios ocultos.

Yes, please. Thank you, please. You´re welcome, please. Fresh paint, please.

Otro episodio que no ha quedado documentado en video es la salida de ayer. Cristina, María y yo fuimos a ver una comedia de enredos ambientada en Brighton con un elenco local. El teatro, lleno de colegialas, el himno nacional antes de empezar y una compañía con buena voluntad. Me sorprendió que, a diferencia de lo que hacen con este tipo de piezas en Buenos Aires, por ejemplo, hubieran conservado desde el acento hasta la geografía de la pieza original (como en realidad el vaudeville puede pasar en cualquier parte, bien podía haber sido una historia local).

La cena, en el mismo centro cultural del teatro, que ostenta el merecido honor de servir la mejor mousse de chocolate de Nairobi. Nos acompaña una amiga de Cristina que actuó en la obra, kenyana pero de ascendencia india (apellido portugués, de Goa). Al final me quedo solo mientras cierra el teatro esperando al chofer: las calles céntricas, desiertas, oscuras y polvorientas como en la Tijuana de Sed de mal.

Los gatos de mirada salvaje y actitud temeraria que acechan en la cafetería, acostumbrados a la vida fácil de rescatar las sobras del servicio de habitación que se dejan a su alcance en las galerías del hotel que dan al jardín.

Ahora estoy en mi tercera habitación. Es en un edificio del hotel que nunca había visto. Parece una casa del sur de los Estados Unidos, con un porche de madera, donde me encuentro con Julie, una estudiante de Goergia que me cuenta su proyecto de larga estancia en Kenya -trabajo de campo: observar chimpancés durante dos años- y de la estafa de que fue víctima a su llegada a Nairobi -alguien le dijo que le cuidara unos cheques de viajero y un policía amenazó arrestarlos a los dos porque él tenía drogas encima y acababa de verla recibir un pago. Ella terminó coimeando al policía que, por supuesto, era sólo un amigo del estafador.

La habitación no es tan fea como pensaba; como todas, tiene vista a otro rincón ajardinado. Esto es tan laberíntico que no sé si encontraré el camino a la cafetería...

Me preparo psicológicamente para el fin de semana; esta noche ni siquiera hay tele en el cuarto y me he despedido de Mathenge hasta el lunes. Veremos cómo lo llevo. Tampoco hay prevista una interrupción del cautiverio, como la salida del sábado pasado. ¿Organizaré una escapada o ya será tarde?

Hoy en el café comentaban costumbres curiosas, como la de que el ganado se cuenta pero los hijos no (hay que preguntar los nombres y hacer la cuenta, porque hablar en números de los hijos es animalizarlos). Otra diferencia es la forma en que se indica la altura: con la palma paralela al suelo se indica la de un animal y con la palma perpendicular la de una persona.

Ahora que conozco “los tres hoteles” estoy seguro de que la tarifa no era única. De esta última habitación no habrá documento visual: para más seguridad dejé la cámara de video escondida en la oficina.

No sé si salir de excursión porque -en lo que a animales se refiere- dicen que nada es comparable al Maasai Mara y que debí dejarlo para el final, si había tenido poca suerte en otros parques de ver diversidad biológica...

Es curioso que tanto María como yo hemos pensado o “engendrado” personajes de ficción comparables a lo que podíamos haber sido si no nos hubiéramos alejado del lugar donde nacimos. Como si quisiéramos “llevar a término” ese proyecto de persona, para darle, aunque sólo sea en la ficción, la oportunidad de despabilarlo. ¿Es acaso mi forma de reparar la ruptura entre el argentino y el expatriado que no miró atrás? ¿Por qué querer volver atrás y hacerlo despabilar poniéndolo en experiencias que tampoco son las ideales, como sometiéndolo a las pruebas que le pone mi imaginación?

Me preguntaba si habría alguna profesión de “urdidor de tramas”. Una vez que sé, más o menos, lo que le va a suceder a un personaje, me cuento a mí mismo la historia mentalmente en escenas claves y se me van las ganas de escribir. Aunque sé que el hecho en sí hace aparecer situaciones y personajes imprevistos, me cuesta como si fuera a tientas en la oscuridad; mi problema es ampliar más que suprimir. Si pudiera ejercer esa profesión ideal, le pasaría algún que otro argumento a alguien que lo convirtiera en un guión aceptable... Todo esto para volver a la conclusión de que escribir no es lo mío: me gusta el resultado, incluso cuando es bueno me parece ajeno, pero el proceso me aburre. Supongo que si fuera una empresa colectiva le pondría otro empeño, sería más perseverante. ¿Habrá que volver a la idea del cine?

María me comentaba entre otras cosas que a veces, cuando estaba saturada de trabajo, le venían a la mente instantáneas de lugares completamente olvidados en que había pasado momentos gratos. A ratos me impongo el ejercicio de rememorar; me gustaría que los recuerdos gratos se me presentaran espontáneamente, como una postal que uno encuentra entre las páginas de un libro. JOG one´s memory...


El Fairview parece el Hotel Los Tres Chanchitos: pasé de un edificio de piedra a una casa de ladrillo y ahora estoy en una de madera.

Durante la cena pasa el del pizarrón y la campana con el número de mi habitación escrito en tiza. Parece como si me hubieran adjudicado una pieza en una subasta o me hubiera ganado una rifa. Al teléfono antiguo del vestíbulo, Cristina me avisa que el sábado a mediodía vamos todos a almorzar al Kentmere Club, otro vestigio de lujo colonial en las afueras de Nairobi. Tampoco llevaré la cámara así que me agarraré un folleto de la agencia...

He caído en el relativismo más absoluto.

Paso la mañana del domingo leyendo junto a la chimenea, planteándome si pagaré para leer mi correo en la computadora del hotel o aguantaré hasta mañana. John llamó ayer, cuando volví del Kentmere Club me avisaron. Era un día de niebla y lluvia, pero la comida, también junto a un hogar encendido, fue exquisita (gacela). Por el camino, lleno de baches, mucha gente callejeando en los mercadillos. Cristina me pasó a buscar y me trajo de regreso, camino al hospital para ver a José María que se recupera de la pulmonía que se agarró a dos días de su partida para Ginebra. María salió para las Seychelles esta mañana. Argentina perdió ayer con Holanda. Lamenté que fuera el único partido que vi porque merecieron la derrota y jugaron sucio.

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