"Hay a veces en la vida
Gente maravillosa de paso
Que atraviesa nuestra existencia
Y nos crea un instante de belleza
En que creemos
Dialogar con ángeles"
Barbara, John Parker Lee ( 1996)
La última vez que estuve en Francia, a mediados de 1997, Barbara (1930-1997) estaba viva. Dalida (1933-1986), otro monstruo de la canción francesa, se había suicidado once años atrás. Desde entonces, el hermano de Dalida —productor de sus últimos discos— había profanado su voz en innumerables mezclas, haciéndole vender más discos después de muerta que en más de treinta años de carrera. Como la pobre Bernadette, otro mito nacional incorrupto por milagro en su cripta desde 1879, Dalida no acababa de morir: la era digital no se lo permitía.
Yo volvía a Francia con la intención de comprar la recopilación de la obra de Barbara, que había salido a la venta en 1992 en un cofre de 13 discos (ya no era una colección completa, pues habían salido otros dos desde entonces). Sabía que Barbara había cumplido 67 años, que había suspendido sus actuaciones en 1994, que se había despedido con un disco compacto grabado en estudio en 1996 (casi 40 años después de su primer disco, de pasta), y que unos 20 años atrás ya había declarado: "El día que no pueda cantar más, me mato". Hablé de Barbara con muchos franceses; ninguno pensaba que su vida corriera peligro. Sin palabras, me daban a entender que mi preocupación era sospechosa e incluso impropia (después de todo, yo ni siquiera era francés). Para no pasar por loco yo cambiaba de tema y hacia preguntas sobre el último disco de Dalida (hasta la fecha), sus videos, su tardía carrera de actriz truncada apenas nacer, su mausoleo cubierto de flores.
Como desde 1973 Barbara sólo salía de su casa de Précy para cantar, se me ocurrió que a mi regreso del viaje le haría una página en la internet (increíblemente, había muy poco sobre Barbara en la World Wide Web). Sabía que Barbara la leería, pues no era una ermitaña cualquiera: mantenía entrañables relaciones por teléfono y por fax y seguramente, a su ritmo, también navegaría por el ciberespacio.
Se me hizo tarde.
Ahora que Barbara y Dalida tienen la muerte en común, se hacen más patentes sus diferencias: después de una breve etapa en que Barbara dice preferir la muerte a la vejez ("Que nunca me vean/ Marchita bajo mis encajes", canta en À mourir pour mourir, 1964) decide que la muerte no le amargará la vida —"Prefiero vivir en el infierno que morir en el paraíso" (Les insomnies, 1978)— y subordina su afán perfeccionista a la espontaneidad del desgarro, porque ha encontrado en su público el amor absoluto, el único por el que vale la pena vivir (Ma plus belle histoire d'amour, 1965). Con él mantendrá una relación que sobrevivirá la evolución de su arte y la mutación de su voz. Su público le profesará un amor incondicional que, lejos de aprisionarla, la liberará, le dará permiso para seguir siendo auténtica, fiel a sí misma, para mantener una línea de conducta y una integridad artística que no excluyen —sino que conllevan— la posibilidad de correr riesgos y de equivocarse: así, los años van revelando las múltiples facetas de una artista en constante renovación, que, desoyendo siempre el último grito (desde el yé yé hasta el disco) se atreve a incursionar —con resultados desiguales— en la comedia musical y en el cine. Es cierto, Dalida también se renueva y es igualmente infatigable, pero —presa de los índices de popularidad— corre riesgos calculados, atando su imagen y su repertorio a la moda ya consagrada en el extranjero. La acogida de su público será proporcional al rechazo de los críticos, que parecieron esperar a que muriera para revalorizarla. En lo personal, Dalida no logrará reponerse a una larga racha de tragedias y desengaños que, sumada a la merma de una celebridad otrora inmensa, la llevarán al suicidio.
La muerte es, precisamente, uno de los temas más recurrentes en la obra de Barbara, pero su constante presencia, en lugar de amedrentarla, la revitaliza. A lo largo de cuarenta años, Barbara —siempre lúcida ante el paso del tiempo— se dedica en cuerpo y alma a su arte y a un público que, siempre joven, le devuelve como espejo su crónica jovialidad.
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"El único objeto al que estoy realmente apegada,
son mis gafas...
Mi piano no es un objeto, señor,
es un piano, eso es todo"
Lily Passion a un periodista, en el musical Lily Passion (1986)
Tanto se ha especulado sobre la imagen de Barbara como descuidado el análisis de la obra a la que consagró su vida. Mucho antes de que Barbara fuera la popularísima intérprete de L'aigle noir (1970) o la ermitaña recluida en su casa de campo de Précy (Précy jardin, 1973) ya presagia su leyenda la casi onírica entrevista publicada por Jacques Tournier (Barbara ou les parenthèses, Ed. Seghers, 1968). Tanto Tournier en su libro como Marie Chaix en el suyo (Barbara, Ed. Calmann-Lévy, 1986) llenan los silencios o suplen las parcas respuestas de la cantante con conjeturas llenas de poesía. Poesía, desde luego, de fervientes fanáticos. Que los autores de los dos únicos libros sobre Barbara no sean periodistas sino escritores no ayuda a disipar el mito; mucho me temo que yo, otro ferviente fanático, tampoco lo logre.
Como Lily Passion --la cantante que encarna Barbara en el musical del mismo nombre-- repite textualmente frases que la propia Barbara ha dicho alguna vez a un periodista ("He pasado más noches cantando que en los brazos de un hombre", "Estuve casada hace mucho, pero no recuerdo para nada el rostro de mi marido"), resulta tentadora la perspectiva de identificar a las dos mujeres y creer oír de los labios de la propia Barbara la confesión de que salir a escena la aterroriza ("Tengo miedo/ Pero igual avanzo/ Porque amo" (Lily Passion, 1986) y de que cuando comienza el espectáculo cae presa de una fuerza extraña que la hace cantar con una voz irreconocible ("Soy yo y no soy yo"). No en vano se han comparado sus actuaciones con los trances de una sacerdotisa en pleno rito litúrgico.
Hasta que se publiquen las memorias que la muerte de Barbara dejó inconclusas, sería interesante releer las declaraciones textuales recogidas en las pocas entrevistas que concedió ("Me caen muy bien los periodistas. Pero detesto las preguntas", dice Lily). Ahora bien, ¿hemos de dar crédito a sus declaraciones? El único manifiesto con que abre la recopilación de su discografía es un verdadero "esto no es una pipa":
No soy una gran señora de la canción
No soy un tulipán negro
No soy poeta
No soy un ave de presa
No me paso el día desesperada
No soy una mantis religiosa
No vivo entre cortinados negros
No soy una intelectual
No soy una heroína
Soy una mujer que canta
Barbara interpreta canciones ajenas que, sin embargo, parecen describirla vívidamente, legitimando su imagen definitiva, la de la artista que, celosa de su vida privada, solo comparte su intimidad en escena ("Mis secretos son para vosotros, mi piano os los alcanza, pero cuando pasa el rumor, vuelvo a cerrar mi puerta", canta en L'enfant laboureur (1973), de F. Wertheimer): en canciones como Le piano noir (1987), de D. Thibon y R. Charlebois, se recrea el juego entre la artista y su imagen ("¿Sabe?," le dirá a un periodista, "Nunca me creí Barbara") que culmina en Lily Passion, el musical coprotagonizado por Gérard Depardieu en que una excéntrica cantante pierde la voz.
A mi juicio, la fascinación del personaje de Barbara radica en que supo ser una profesional disciplinada y perfeccionista, trazarse una línea de conducta e incluso un futuro personal de los que no se apartó ni un ápice (empezó a vaticinar su celibato a los treinta y tantos años y se recluyó con apenas cuarentaitrés en la casa donde moriría) pero nunca dejó de ser una mujer de carne y hueso, con sus contradicciones y paradojas.
Cuando empieza a cambiar la voz, Barbara no modifica el registro de sus canciones, ni deja de interpretar las que compuso en su juventud. Además, en lugar de refugiarse en los estudios de grabación, eterniza en disco tras disco los mágicos instantes de sus conciertos. De hecho, nunca llega a grabar en estudio muchos de sus últimos grandes éxitos (como Sid'amour à mort, 1987), y algunos temas grabados en estudio son apenas versiones preliminares del verdadero éxito, cada vez más logrado de concierto en concierto (Perlimpinpin, 1972 (en estudio), 1974, 1978, 1981, 1987, 1990, 1993 (en vivo)).
Escuchar las versiones originales de las primeras canciones y luego las interpretaciones de diez, veinte o treinta años más tarde es una experiencia escalofriante. En las diversas versiones en vivo de Drouot (1970, 1974, 1978, 1981, 1987, 1990), la voz de Barbara, que en la versión de estudio se limita a narrar —con bastante prisa— un trágico episodio en la vida de una anciana, es cada vez más lenta y más grave, hasta que acaba por asemejarse a la queja de la propia anciana de la historia...
Mucho de lo que se ignora de la vida de Barbara ha dejado huella en su voz, incluso en las grabaciones de estudio. La primera versión de La solitude (1965) es casi burlona; en la segunda (1970), la cantante ya recibe con cierto respeto a la inoportuna visita, porque ha venido a quedarse... (¿o acaso para sus adentros Barbara sigue riéndose de la soledad en la canción y finge tristeza al interpretarla para dar al público un kitsch más fácil de digerir que la sorna?)
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Aunque el compás preferido de Barbara fue el tres por cuatro, de vez en cuando incursionó en un cuatro por cuatro generalmente juguetón, no siempre reservado a los temas alegres: J'ai troqué (1958), Si la photo est bonne (1965), Y'aura du monde (1967), Au revoir (1970), Hop là (1970), Rémusat (1972). A veces el cuatro por cuatro también es el de vaudeville: De Shanghaï à Bangkok, de G. Moustaki (1961), Bref(1964), Elle vendait des petits gâteaux, de J. Brun y V. Scotto (1968), Gueule de nuit (1968), L'homme en habit rouge, coescrita con G. Bourgeois (1974).
Las huellas de su formación clásica (Schumann, Fauré, Debussy) se hacen evidentes en canciones barrocas (Au bois de Saint Amand, Une petite cantate (1965), Du bout des lèvres, 1968) o románticas, desde las melodías simples de Attendez que ma joie revienne (1963) o Dis, quand reviendras-tu? (1963) hasta las tonalidades más complejas de canciones como Le sommeil(1968). Y su vocabulario poético encuentra claros antecedentes en Rimbaud y Verlaine, que incluso nombra en varias de sus canciones.
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"Qué hermoso
Es el amor que perturba
Pero al cielo de mi memoria
Volvía todas las noches
La sombra de mi piano negro"
Barbara, Femme piano (1996)
Si se analizan las más de cien letras escritas por Barbara, hay muy pocas sin contracara, en que haya solo alegría o esperanza en estado puro: Toi (1965), Regarde (1981). De igual manera ilumina con destellos vivaces algunas de sus canciones más tristes (Le mal de vivre (1965)). Por lo demás, no hay rosas sin espinas, y el discordia concors —o la bipolaridad— se hace patente ya en la música, ya en la letra (Le soleil noir (1968), Le bourreau (1972), Il automne(1978)).
En muchas canciones, Barbara es la mujer que sabotea sus propias historias de amor y, juzgándolas condenadas, las interrumpe "a tiempo": en la primera canción propia que graba, J'ai tué l'amour (1958), canta "Maté al amor/ Porque me dio miedo/ Miedo de que él me matara a mí/ A golpazos de felicidad"; en Parce que (je t'aime) (1967), "Es porque/ Te quiero/ Que prefiero /Irme", en Amours incestueuses (1972), "Para que nunca se estropeara/ El diamante que nos confiaron/ Incendié nuestra catedral", en Sables mouvants (1993), "Un día/ Mañana/ Me iré/ Sin decirte nada/ Sin explicarme". Los otros amores imposibles, que le arrancan una sonrisa sardónica, son los adúlteros (Paris 15 août (1964)), pero los amores con que Barbara tropieza más sistemáticamente son los amores incestuosos, pasiones fatídicas por excelencia, que se consuman y consumen incluso fuera de la ley (desde la travesura de Si la photo est bonne (1965), en que la mujer del juez simpatiza con un delincuente juvenil, hasta Lily Passion (1986), en que la cantante se enamora de un asesino en serie que sólo mata en las ciudades incluidas en su gira). Pero a esos amores no tendrá que entregarse porque serán fugaces y, por naturaleza, desesperados y marginales (en Le bel âge (1964): "Yo para él y él para mí/ Y los dos para nadie"). Sin embargo, en medio del frenesí, la experiencia de una madurez precoz no le permite perder la cabeza: a sangre fría, Barbara decide cuándo ha de terminar la relación y, sin lamentarse, incita al amante —como no lo haría una madre, pero sí tal vez una sabia tía— a dar vuelta de hoja. Solo en un caso se pone del lado del perdedor (del menor) cuando acaba el idilio: en Églantine (1971), "el niño viudo" llora la muerte... de su abuela.
Barbara dice en una entrevista que no hay nada más conmovedor que ver a una pareja pasar con los años de la pasión a la ternura, "pero" agrega, "cuando se busca el absoluto...". Por eso, porque el amor que celebra es un arrebato, la música que lo acompaña suele ser un frenético vals, un torbellino que no deja pensar (Gare de Lyon (1964)). La única felicidad posible es la de la insensatez; el sentido común estropea la magia, la domestica (La déraison (1981)).
Del tema de la imposibilidad de un amor absoluto y perdurable a la vez parece surgir la insaciable búsqueda del ideal en la ilusión fugaz que ofrece —al cliente o a la propia profesional— la prostitución: hasta bien entrados los años sesenta, la puta parece ser el personaje tras el cual se esconde la mujer para reivindicar mediante la canción la búsqueda del placer como fin en sí mismo. Barbara rara vez caracteriza o encarna a la puta como víctima (y cuando lo hace es con textos ajenos: La chanson de Margaret (1968), de P. Mac Orlan y V. Marceau, o La complainte des filles de joie (1969), de G. Brassens); por lo general sus noctámbulas son luchadoras, pícaras o libertinas sin complejos (J'ai troqué (1958), Gueule de nuit (1968), Hop là (1970)).
El único otro extremo posible parece ser el del celibato. Durante un tiempo, las mujeres de Barbara oscilan entre la promiscuidad y la castidad: J'ai troqué (1958) ("Cambié mis calcetines blancos/ por medias negras"), Toi (1965) ("Tú me hiciste esa mañana/ Tímida y virgen, virgen y fulana"). En La solitude (1965), acecha a la mujer (que "desea seguir retozando") una siniestra figura. Confundiendo el deseo sexual con el impulso vital, el oyente podría pensar que se trata de la muerte, pero no: es la soledad, mascota con que la mujer acabará resignándose a convivir.
A la muerte, que aparecerá sin disfraces en innumerables canciones, Barbara siempre la mirará a los ojos, impertérrita, pero cada vez desde un punto de vista diferente: el de la huérfana de padre ("Quiero que descanse tranquilo/ Lo he acostado bajo las rosas", Nantes (1963)), el de la insomne sobresaltada por el muerto que regresa ("¿Quién eres para volver a mí?/ ¿Qué mal te encadena?", Au cœur de la nuit (1966)), el del espíritu que vigila a los deudos —sinceros o no— que asisten al entierro ("Ah, cómo me gustaría verlos un momento/ sobre la fría losa", Y'aura du monde (1966)), el del alma compasiva que ruega por el descanso de los que se han ido ("Oh, que por lo menos sea escuchada/su última plegaria", Quand ceux qui vont (1970)), el de la mujer desafiante que le planta cara al memento mori ("En mi último aliento/ Solo tomará un cuerpo sin vida", Le bourreau (1972)), el de la conciencia que nos recuerda que "es mientras viven/ que hay que amar a quienes se ama" (C'est trop tard(1972)), o el de la cuarentona huérfana, esta vez de madre (sin palabras en Chanson pour une absente (1973), "Se puede ser huérfana/No siendo ya niña", Rémusat (1974)).
Con la misma compasión con que habla a (o de) sus muertos y amantes, Barbara también relata momentos cruciales de la historia de toda una galería de personajes incomprendidos (Marie Chenevance (1965), coescrita con J. L. Dabadie), desesperados (L'amoureuse (1968)), confundidos (Joyeux Noël (1968)), decrépitos (Drouot (1970)), abandonados (el nieto de Églantine (1972)) o algo siniestros (Monsieur Victor (1981))... Con un poco menos de paciencia advierte a los hipócritas que "se les ven las cartas" (Y'aura du monde (1966), Les rapaces (1967)); la indignación la reserva para los responsables de la violencia (Perlimpinpin (1972)). Siempre en contacto co la sociedad de que es parte, Barbara declara por primera vez sin ambigüedades en Le soleil noir (1968) que nunca dará la espalda a las causas en que cree: tras intentar "nunca más volver a hablaros de la lluvia", vive "el momento despreocupado", pero no consigue olvidar el lado oscuro de la vida ("Pero ha muerto un niño/ Y ha ennegrecido el sol"). Trece años más tarde, en Mille chevaux d'écume (1981), la antítesis: Barbara propone la música como vehículo de la evasión, siquiera momentánea, de los males de este mundo... No obstante, una Barbara cada vez más política comparte su júbilo por la victoria de Mitterrand (Regarde (1981)), se asocia a las manifestaciones estudiantiles de noviembre de 1986 (Les enfants de novembre (1986)), se desvive ante la aparición del sida (Sid'amour à mort (1987)) y se solidariza con las víctimas del terremoto de Armenia (Pour toi, Arménie (1989)).
En otras canciones, el mensaje recurre a la mitología (Marienbad (1973), con letra de F. Wertheimer) o al sugerente poder simbólico de ciertos animales: mantis religiosa, Barbara "hinca el diente al marido/ que me ronda" (en Ni belle ni bonne (1964), coescrita con L. Gnansia, su voz coincide con la de "la otra" (Barbra), nasal, juguetona y jazzera también en esa época; curiosamente, Streisand no tardará en grabar un disco en francés titulado Je m'appelle Barbra). Las oscuras metáforas y la ambigüedad de L'aigle noir (1970) hacen de la canción el símbolo del misterio de Barbara; muchos han creído ver en ella su autorretrato. En La louve (1973), con letra de F. Wertheimer, Barbara es otra vez la mujer fatal ante la cual peligran los matrimonios de las mansas "ovejitas" (como Alfonsina Storni en el poema homónimo).
Desde siempre Barbara se mantiene en contacto con la naturaleza; viva o no en la ciudad, Barbara canta al jardín, al pueblo, al árbol, al lago y al sol; sus canciones nunca se alejan demasiado del bosque. En ese espacio pagano, atemporal e inquietante, de falsa apacibilidad, flota la tensión sexual primigenia. En el bosque se dan casi inocentes paseos de cuento de hadas (Ce matin-là (1963)), se goza el instante (Le temps du lilas (1963)), se acerca (o se demora) un amante (Pierre (1964)), se confunden la edad adulta y la infancia (Au bois de Saint-Amand (1964)) o se dan cita los vivos y sus muertos (Au cœur de la nuit (1966)). En Le temps du lilas, Barbara, que "ha vivido" —apenas treintaitrés años—, aconseja a los "jóvenes" que no dejen de bailar "el vals que endulza la piel" ni desperdicien la fruta apenas madura del paraíso terrenal. En Ce matin-là, la mujer madruga para ir al bosque a recoger los primeros frutos de la estación, que ofrecerá a su hombre cuando despierte. ¿Canto bucólico de la devoción conyugal? Si no fuera por una frase: "lástima que no estaba el lobo". Por último, Pierre parece pintar una imagen ideal de felicidad doméstica: la mujer espera junto al hogar el regreso del hombre, pensando en recordarle que hay una gotera en el garage. Cae la noche, crepita el fuego y no para de llover. De repente, un ruido. No es nada, solo un pájaro nocturno que huye (o eso parece). Luego, se oye un coche que se acerca. La mujer no duda de que es Pierre, pero la canción nos aleja de la desapacible escena sin darnos tiempo para cerciorarnos de que no es algún emisario agorero.
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"Ah! Señor, responde la criada
Lo que dice usted no me sorprende
Que lo hago mejor que la señora, caramba
Ya me lo han dicho todos los amigos del señor"
H. Fragson, Les amis de Monsieur
Barbara inaugura su repertorio con éxitos populares de principios de siglo. Luego, sobre todo en los años sesenta, escribe melodías simples y perfectas (que ya al escucharlas por primera vez nos son inmediatamente familiares) y, mediante inauditos y eficaces modulaciones, enlaza diversas variaciones de la misma estrofa en una misma canción. Es la época de sus más grandes éxitos.
La recopilación de distintas versiones de la misma canción permite observar cómo evolucionan los arreglos de los éxitos de los años sesenta hasta llegar a la que será su versión definitiva: a menudo, las canciones se despojan del bajo y de la flauta a medida que Barbara y su piano cobran más aplomo. Aunque más tarde se superpondrán a su interpretación intimista guitarras eléctricas, sintetizadores e incluso baterías electrónicas, las versiones en vivo, más despojadas, siguen reflejando su tendencia al minimalismo...
Ya hacia los años setenta, Barbara empieza a componer canciones en varios movimientos, con dos o tres ritmos y claves diferentes en la misma canción, (L'amoureuse (1968), es uno de los prototipos de la nueva tendencia). Aparecen nuevos ritmos y arreglos, así como las insólitas disonancias que incorpora, al son de ritmos africanos, a los textos de R. Forlani en el fallido espectáculo Madame (1970).
Es una etapa experimental y más extrovertida; en L'aigle noir (1970), su habitual perfeccionismo se deja llevar por la música y perdona increíblemente al baterista, que pierde el compás hacia el final de la que será su canción más popular... Quien en otros tiempos cantaba "No sé decir te amo" ahora grita una y otra vez (en dúo con F. Wertheimer y entre los aullidos de desgarradas guitarras eléctricas) "Te amo" en Je t'aime (1973), con letra del propio Wertheimer.
En la etapa siguiente, los versos se acortan y la poesía se vuelve impresionismo, jazz, imagen e instante, pincelada y frase trunca; Barbara yuxtapone sustantivos (desde Le soleil noir, Tu sais y Testament (1968), hasta Mille chevaux d'écume (1981)). Su nueva estética culmina en el musical Lily Passion (1986): "Hace raro en la ciudad/ Aceras-espejo/ Demacrada depresión/ Pálida partida". Por otra parte, interpretar en los conciertos las viejas canciones, de largos y complicados versos, la deja sin aliento...
Las influencias musicales extranjeras, que afloran en los años setenta con el tango y el fox-trot (Monsieur Capone (1973)) y la bossa-nova (Clair de nuit (1973)), pasan los ochenta con un Tango indigo (1986) digno de Piazzola y llegan a los noventa con atisbos de gospel (Le jour se lève encore (1993)), ragtime (Lucy(1996)) y blues (Vivant poème (1996)). A lo largo del viaje, el oboe de Barbara se ha convertido en saxo gruñón; ya desde el album Seule (1981), el fraseo en estudio es más grave e histriónico, como en sus últimos conciertos.
Algunas peculiaridades interpretativas la harán inconfundible: el anuncio de las consonantes que abren el verso siguiente cerrando la última vocal del verso anterior, sobre todo en canciones como Nantes; los saltos vocales hacia agudos aflautados, en La solitude y otras. Con los años, los suspiros, murmullos o silencios que agregan sensibilidad a su interpretación de canciones como Maîtresse d'acteur (1958), de L. Xanroff o D'elle à lui (1958), de P. Marinier, ganarán en profundidad en aras de un dramatismo exacerbado ante el público, su "amante de mil brazos".
Si las canciones de Barbara pueden escucharse una y otra vez es porque siempre hay algo nuevo que descubrir en su interpretación: la melodía de Seule (1981) es sencillísima y el acompañamiento se reduce a la elemental alternancia entre un acorde menor y su dominante; sin embargo, la interpretación de esa melodía en una sucesión atípica de claves (mi menor, sol menor, la bemol menor, fa menor) superpone texturas, dando a la composición la inefabilidad distintiva de la buena música.
Entre tanto, en su voz aflora siempre un nuevo matiz, una sombra o un trazo imperceptibles en la primera escucha. Intérprete de cuerda floja, Barbara se columpia entre la desesperación y la ironía. Sabe crear un clima y de repente, en una frase, salir de la congoja de la canción y guiñarnos el ojo, distorsionando la imagen que acababa de evocar, la que creíamos verdadera, única, definitiva.
Tal vez esa imagen definitiva no exista; tal vez sea una mezcla de sus dos últimos autorretratos:
"Mi vida
Mi vida como supe
Como pude
Como quise
Bella, bella, mi vida"
Barbara, Femme-piano-lunettes (1993)
"He visto pasar mi vida
El desgaste
La mordedura del tiempo
Y es el final de mis primaveras
Pero amo la vida
Bella mi vida
De teatro en teatro
Enciendo mis noches
Bellas mis noches
Cuando avanzo
Hacia la luz"
Barbara, Femme piano (1996)
José María Perazzo, 1998.
Aquí podrás escuchar trece canciones de Barbara traducidas por mí. En la web (googleando "Barbara, Monique Serf") encontrarás más datos biográficos, la discografía de Barbara, muchas fotos, clips musicales y las letras de sus canciones.
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